Fui por vez primera a la escuela teniendo cinco años, aún no cumplidos; era un colegio de monjas al que, además de niñas, podían también acudir niños de hasta siete años que quisiesen (?) preparar la llamada primera comunión; fue una experiencia harto desagradable con una única excepción: en la capilla, durante los simulacros de comunión, podía ver de cerca a Puri, una niña de otra clase, de brillantes bucles color castaño claro y labios carnosos e intensamente rojos, que mostraba una nacarada dentadura, al reírse, cuando veía mi embobada cara contemplando la suya.
Hecha la comunión, de blanquísimo monje y palmas juntas, pude por fín abandonar el colegio, por delante del cual seguía pasando cada vez que íbamos a Sant Cugat por el camino que atravesaba el pinar que le daba nombre: El Pinar de Nuestra Señora.
Nosotros vivíamos en pleno bosque; la casa estaba en una parcela que distaba unos cincuenta metros de la frontera entre los municipios de Valldoreix y La Floresta. Por vivir dentro de sus límites, me tocó ir a la de La Floresta, una escuela mixta.
El camino hasta la escuela era muy largo; por las noches soñaba que lo recorría a grandes zancadas, en las que, a cada impulso, me mantenía quasi ingrávido en el aire durante varios segundos.
De la escuela lo que menos me motivaba eran los compañeros, niños y niñas. Las niñas se sentaban con las niñas y los niños con las niños. Entre niños se acostumbraba a jugar a peleas, episodios deportivos en los que uno podía llegar a verlo todo azul mientras los demás creían que se estaba volviendo rojo, a pesar de -o tal vez reforzadas por- la estricta prohibición de doña Montserrat, la directora y única maestra de la escuela.
Del final de mi estancia en esa escuela -donde cursé la llamada enseñanza primaria- data esta canción de Los Bravos, un conjunto que significó un primer paso de integración de España -aquella finca- en la cultura pop.
Hecha la comunión, de blanquísimo monje y palmas juntas, pude por fín abandonar el colegio, por delante del cual seguía pasando cada vez que íbamos a Sant Cugat por el camino que atravesaba el pinar que le daba nombre: El Pinar de Nuestra Señora.
Nosotros vivíamos en pleno bosque; la casa estaba en una parcela que distaba unos cincuenta metros de la frontera entre los municipios de Valldoreix y La Floresta. Por vivir dentro de sus límites, me tocó ir a la de La Floresta, una escuela mixta.
El camino hasta la escuela era muy largo; por las noches soñaba que lo recorría a grandes zancadas, en las que, a cada impulso, me mantenía quasi ingrávido en el aire durante varios segundos.
De la escuela lo que menos me motivaba eran los compañeros, niños y niñas. Las niñas se sentaban con las niñas y los niños con las niños. Entre niños se acostumbraba a jugar a peleas, episodios deportivos en los que uno podía llegar a verlo todo azul mientras los demás creían que se estaba volviendo rojo, a pesar de -o tal vez reforzadas por- la estricta prohibición de doña Montserrat, la directora y única maestra de la escuela.
Del final de mi estancia en esa escuela -donde cursé la llamada enseñanza primaria- data esta canción de Los Bravos, un conjunto que significó un primer paso de integración de España -aquella finca- en la cultura pop.
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