viernes, 25 de abril de 2008

melancolía (sin título)

Ayer era uno de esos días en que me siento sin fuerza y lo único que me apetece es mirar. Sin nada que hacer (no quería recordar si tenía algo que hacer), me pasé media mañana sentado ante la mesa, mirando por la ventana el plateado gris del cielo.

Me pasa con frecuencia (muy en especial en estos días nublados) que me acerco al vidrio de la ventana y dejo que mi mente se pierda en recuerdos y ensoñaciones que mi conciencia no percibe, perdiendo la noción de cuándo y dónde estoy.

Es un hábito inveterado, cuyos inicios recuerdo bien. Yo tenía diez años y el destino (esa confluencia de voluntades ajena a la de los niños) me había llevado a Budiño, un pueblo de Coruña al que se llegaba tras caminar cuatro kilómetros por un lodazal que atravesaba el bosque y en verano llegaba a parecerse bastante a lo que comunmente* conocemos como camino.

El camino empezaba saliendo de una carretera comarcal, un poco más allá de una casa hecha de bloques de piedra, por cuya gruesa puerta (dividida en dos mitades, la de arriba casi siempre abierta) se podía ver un enorme mostrador de madera maciza, típico de los comercios de la zona. Allí se vendía pan y vino, se recogía el correo y se podía enviar telegramas.

En el pueblo viví un larguísimo año en el que me preparé “por libre” para los exámenes (en Santiago de Compostela, el lugar más parecido a la civilización que había en muchos kilómetros a la redonda) del primer curso del bachillerato elemental.

El silencio del lugar tenía dimensiones planetarias, cósmicas. Yo tenía la sensación (lo creo ahora, entonces habría sido incapaz de pensar algo así) de que el tiempo se había acabado en aquel pueblo, de que había ido a parar al fín del mundo.

En mis recuerdos casi nunca veo el resto de la casa, la ventana es lo único que permanece. La pintura del marco parecía haber sido roja y estaba surcada por grietas por donde empezaba a convertirse en una cascarilla reseca.

El vidrio nunca llegaba a estar propiamente sucio por fuera, gracias a las muchas lluvias de la región, que alimentaban sin descanso el oscuro verde del paisaje.

De noche se podía oír el afanoso trabajar de las carcomas en las maderas de la casa, lo que, pasado el tiempo, devino un sonido de referencia, de existencia de vida.

En los interminables fines de semana que pasábamos en el pueblo (la mayoría), solía estar yo frente al vidrio, oteando en el paisaje la posibilidad de algún movimiento.

Mi tía Elena era la maestra del pueblo.

Hace algunos años volví. Para llegar, ya no es necesario poner los cinco sentidos en la carretera, mucho más ancha y con menos curvas. No me fue difícil encontrar el desvío hacia lo que había sido una estrecha carretera comarcal por la que se llegaba al inicio del camino.

Donde había estado la casa, había ahora una gran explanada de asfalto con enormes rótulos y autómatas verdes expendiendo gasolina. Un poco más allá, un rótulo blanco con forma de flecha anunciando el camino al pueblo: "Budiño: 4,5 Km".

El camino había sido un rastro de charcos, barro y piedras por el que transitábamos mi tía y yo cuando la fortuna decidía que era hora de salir del pueblo.

Me adentré con el coche en el tupido bosque por lo que ahora era una estrecha carretera que subía y bajaba, subía y bajaba, sumergida en un océano vegetal. Los árboles altos, de troncos gruesos y follaje espeso.

Antes de llegar a la casa, pude ver a algunas personas que caminaban por veredas que la espesura de la vegetación me impedía distinguir.

Al llegar al lugar donde supuse que debía de estar la casa me quedé como en hipnosis, mirando fijamente hacia la ventana a través de la ventana del coche.

Acabo de escribir "la casa estaba rodeada de maleza", pero lo cierto es que ni siquiera estoy seguro de que aquella fuera la casa donde yo pasé aquel tan largo año.

Cada vez que me asomo a una ventana, revivo aquella situación: mi mirada se pasea por todos los rincones del panorama que se me ofrece, como si los observase, y mi mente se disgrega entre las imágenes de realidades que ignoro si han existido o son el resultado de mi permanente ensoñación.

Algo así me pasó hace algunos veranos con una ventana de la casa de Amparo y Eduardo. Ingrid y yo habíamos ido a Barcelona a pasar unos días. Al llegar, llamé por teléfono.

-¿Eduardo? Hola, soy Mano

-Hombre, Mano, qué alegría de oírte. ¿Estáis en Barcelona?

-Sí, ehm...

-¿Cuándo habéis llegado?

-Pues hace poco más de una hora

-Estupendo...¿Os vais a pasar por aquí?

-¿Ahora?

-Ahora, luego, mañana, cuando queráis...

-Sí, mejor mañana, porque ahora estamos muy cansados y queríamos ducharnos y descansar...

-Claro, claro, nosotros también estamos muy cansados. Yo he estado trabajando todo el día y Amparo todavía no ha vuelto a casa. Bueno, pues venís mañana por la mañana, ¿no?

-Mm...sí...bueno... no muy temprano, porque lo más probable es que nos levantemos bastante tarde, je je

-Ya, bueno, nosotros tampoco nos vamos a levantar temprano. Entonces os esperamos para comer ¿os parece?

-Muy buena idea...

-Pues eso, tengo muchas ganas de escuchar lo que contáis. Un abrazo. Saluda a Ingrid

-Y tú a Amparo. Hasta mañana

-Hasta mañana.

Al día siguiente comimos en su casa; el delicioso vino, los langostinos, la agradable conversación en familia, en el idioma y el acento propio, después el café, me devolvieron al espejismo del placer cotidiano; nos sentamos en el sofá y nos sumergimos en recuerdos y humo.

Yo fumaba y por la ventana veía el cielo azul neblinoso.

Y así, como de la neblina, me apareció el recuerdo de Elcanio. En verano solíamos ir a la playa de Elanova, recorrer el paseo marítimo del pueblo, especulando sobre el ideal platónico de paella perfecta, tumbarnos al sol y a las dos a comer.

Creo que Edenia hablaba de Elcanio.

Mi mente se fue de paseo por uno de aquellos maravillosos días de playa, recordando la cegadora luminosidad. Parecían haberse reunido allí todos los rayos de sol para hacer más azul el azulísimo azul del mar. Tumbado boca abajo, me adormilé.

Mi piel hormigueaba de placer y en mi mente se mezclaban el ir y venir de las olas, los chillidos de los niños, los voceos del vendedor ambulante y los graznidos de unos muchachos planeando una salida nocturna.

Por momentos, el cuerpo se me esponjaba y creía levitar. Entresoñé sobrevolar la playa, como una cometa, maravillándome los millones de destellos del sol al reflejarse en cada ola.

Recordando aquel ensueño, por mis oídos entraba la conversación y mi nombre, desde la boca de Evalualdo, me hacía „regresar“ al presente:

-Eusomnio, ¿Sabes que los Galaktix juegan mañana en Valentania?

-¿Ah, sí?

-Lo dan por televisión, a partir de las siete

-Caray, eso no puedo perdérmelo

-¿Por quién apuestas tú?

-Bueno, no sé, lo que es seguro es que me voy a divertir

-No, no, pero hay que dar un pronóstico

-Un empate

Por la ventana podía ver, fondo celeste, el volar de una blanquísima gaviota que me devolvió a los recuerdos.

Comencé a recordar algo que me había sucedido a los pocos días de morir Elcanio, que había muerto dos años atrás. Se había negado a tomar antibióticos porque creía en la sabiduría inmunológica de su cuerpo para superar cualquier enfermedad.

En el recuerdo estaba solo, ante esa misma ventana que ahora catalizaba el recuerdo, en casa de Edenia y Evalualdo, escuchando una canción de Nina Simone y recordando las salidas a la playa. Sentí en la lengua el sabor del agua salada.

Estaba llorando. Necesitaba un pañuelo; tenía la nariz y los oídos taponados, la garganta anudada de dolor y mis ojos eran un incontenible caudal de lágrimas.

Empapados diez pañuelos, comprobé con estupor que tenía las mejillas, el cuello y la camiseta mojadas.

Me quité la ropa, porque estaba mojada y hacía mucho calor (Edenia y Evalualdo estaban trabajando y habían de tardar unas dos horas).

El caudal de mis lágrimas no cesaba de aumentar y ya no sentía aflicción.

Me resistía a creer que mis lágrimas hubiesen encharcado el suelo. Chapoteando con el pie, reía y veía todo turbio a través de las lágrimas..

El agua llegó a cubrir mis pies. Me acerqué a la puerta del balcón. Giré la maneta y tiré con fuerza. No se abría.

Caminé hasta el otro balcón, con el mismo resultado y, ya esforzadamente, hasta la cocina, para abrir la puerta del patinillo, también bloqueada.

Al tocar el agua mis testículos, inhalé bruscamente aire y dejé de llorar. Busqué, nadando, la puerta de salida; ni siquiera conseguí mover el pomo. Ya no conseguía hacer pie.

Nadé hacia el lavabo para abrir el ventanuco del patio de luz y, al pasar ante el resquicio de espejo que el agua no había cubierto, vi de reojo algo que llamó mi atención. Me detuve, pero ya el espejo estaba bajo el agua y las ondas hacían la imagen confusa.

Me sumergí, miré el espejo y me fascinó mi cuerpo, lleno de escamas doradas con reflejos rojos. Mi cara reflejaba una felicidad para mí desconocida. Al sonreír se me escapó una burbuja de aire, mi cara se puso roja y al poco morada: me estaba ahogando.

Me impulsé hacia arriba con tanta fuerza que, al salir a la superficie, golpeé con la cabeza el techo. Grité de dolor y horror: faltaban unos treinta centímetros para que el agua llegase al techo. Tenía que hacer algo para impedirlo.

Me sumergí de nuevo, braceando hacia la bañera, y saqué el tapón del desagüe; lo mismo en el bidé y el lavabo.

Me quedé de pie ante el lavabo, mirando cómo el agua eructaba haciendo un torbellino en el desagüe, sobre el que caían gotas de agua desde mi cara.

Miré al espejo y me vi, sorprendido de verme tan cansado, los ojos rojos, la cara mojada; la puerta se abrió y vi en el espejo la silueta de Eduardo en el umbral, que me miraba y preguntaba:

- Mano ... ¿estás mejor?

Dudé unos momentos y contesté:

- ... mm ... sí ...

- Anda, sécate la cara y sal al balcón a que te dé un poco el aire.

Me ofrecía una toalla. La cogí y me fui con pasos lentos hacia el comedor secándome la cara.

Amparo e Ingrid me miraron e interrumpieron su conversación cuando regresé. Amparo sonreía con los labios fruncidos (le salen dos hoyitos en la mejilla que hacen gracioso el gesto) y los ojos brillantes. Giraba lentamente la cabeza de un lado a otro mirándome fijamente.

- Siempre serás un niño

Yo me quise sentir confortado por la frase. Ella me miraba con ojos abiertos de curiosidad contenida.

En la mesita había dos vasos y dos copas de licor, un cenicero con varias colillas de cigarrillos emboquillados, la colilla del puro de Eduardo y la de un cigarrillo liado a mano por mí. Entonces no había reparado en lo mal que se debía de sentir Ingrid, con su aversión al tabaco. Sólo ahora, que lo recuerdo y escribo después de tanto tiempo sin fumar.

* En el diccionario de la RAE viene comúnmente

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