miércoles, 1 de octubre de 2008

Dos caballos

Nuestro primer coche, nunca lo olvidaré (1), fue un 2CV. Llegó en sustitución de la roja Lambretta con que hasta entonces mi padre se había desplazado entre La Floresta y Barcelona, cuando decidió ampliar ámbito y radio de acción de sus traslados.

Más que el coche en sí, me ilusionaba el cuaderno descriptor de las maravillas del auto, con aquellas fotografías de una familia joven (como la nuestra...) y feliz que cargaba de todo en él, desde el perro hasta el reloj de pie, todo con una sonrisa que iluminaba la fotografía y al lector.

Hoy se puede decir que la zona donde vivíamos es un aledaño residencial de Barcelona, pero entonces era un bosque, con casas desperdigadas, cuyos caminos estaban condicionados por la metamórfica multitud de barrancos que las riadas ahondaban año tras año.

El camino que desde nuestra casa llegaba a Sant Cugat se iniciaba con un tobogán de liviano descenso y empinada subida roja, de arcilla. La lluvia, aun escasa, transformaba el piso en una superficie muy deslizante, ideal para poner a prueba el escaso perfil que en las ruedas del auto había dejado su anterior propietario (2). Por eso fue la primera tarea que mi padre se asignó la de memorizar la trayectoria que le permitía abordar las crestas de grava que en el camino afloraban; trayectoria que, claro está, no era rectilínea y, en los días de lluvia, adquiría una componente aleatoriamente sinuosa que transformaba el ascenso en lo que todo espíritu genuinamente infantil desea encontrar: la aventura de vivir.




(1) Lo digo así, en la aún -apenas- inconsciente idea de que el tiempo no tiene fín y mi vida es el tiempo.

(2) B-306.374